Ciudad de México: el boulevard de los sueños rotos
“En el boulevard de los sueños rotos
vive una dama de poncho rojo,
pelo de plata y carne morena,
mestiza ardiente de lengua libre,
gata valiente de piel de tigre,
con voz de rayo de luna llena
Por el boulevard de los sueños rotos
pasan de largo los terremotos
y hay un tequila por cada duda
cuando Agustín se sienta al piano,
Diego Rivera, lápiz en mano,
dibuja a Frida Kahlo desnuda
Por el boulevard de los sueños rotos,
moja una lágrima antiguas fotos
y una canción se burla del miedo
las amarguras no son amargas
cuando las canta Chavela Vargas
y las escribe un tal José Alfredo”
Joaquín Sabina
La Ciudad de México no tiene grises. Se ama o se odia. Se disfruta o se padece. Yo me enamoré de ella.
Se trata de una ciudad caótica, inmensa, contaminada, con un tránsito endemoniado, algo insegura, pero a la vez mágica.
Es una ciudad llena de vida, con olores, sabores, sonidos. Es un mundo en sí misma, y en ella se puede recorrer una avenida hecha a imagen y semejanza de la fastuosa Champs Elysees de París, y en pocos minutos tropezarse literalmente con un descubrimiento arqueológico azteca.
Cualquier recorrido por la Ciudad de México debe comenzar por el Zócalo, una amplia plancha de cemento, una plaza seca contigua a la catedral, el palacio nacional y el Templo Mayor.
La catedral parece caerse, como si no resistiera el paso de los siglos. Está dotada de una belleza melancólica. Su ubicación, justo al lado de imponentes ruinas aztecas, es una paradoja del tiempo, una yuxtaposición del pasado de México. Es una postal ideal para iniciar un recorrido por la ciudad.
Pero en el Palacio Nacional está una de las gemas del Distrito Federal: el inmenso y sobrecogedor mural de Diego Rivera relativo a la historia de México. Allí se puede ver a mayas y aztecas; a misioneros con Biblia y garrote; a conquistadores despiadados; a Emiliano Zapata y los primeros zapatistas; a Pancho Villa invadiendo Estados Unidos con una turba de menesterosos; al Cura Hidalgo. Les aseguro que vale la pena ir a México sólo para ver ese mural.
El centro histórico es un deleite. Iglesias coloniales, ruinas de culturas precolombinas, mercados al aire libre, comida típica mexicana en los tenderetes ambulantes, y hasta el sitio exacto donde se conocieron Hernán Cortez y Moctezuma, guían al viajero hasta la Alameda Central, un inmenso parque que de algún modo separa el casco antiguo del centro moderno.
Cerca del otro lado del parque nace el imponente Paseo de la Reforma. Dicha avenida fue realizada durante el mandato de Maximiliano de Habsburgo en el siglo XIX, durante los cortos años de dominio francés. Esto explica que el Paseo de la Reforma haya sido construido imitando la más famosa avenida de París, los Campos Elíseos. Lo curioso es que Maximiano la mandó a construir para ir desde su residencia hacia el palacio de gobierno, sintiéndose en París.
A medida que se camina por Reforma se descubren distintos monumentos, hasta llegar al icónico Ángel de la Independencia, contiguo a la Zona Rosa, famosa por su movida nocturna.
Reforma finaliza en el Bosque de Chapultepec, un milagro de la naturaleza, un parque gigantesco en medio de una interminable jungla de cemento.
Saliendo del centro, la Ciudad de México ofrece otros lugares irresistibles. Hacia el sur, Coyoacán ofrece una atmósfera especial, bohemia, y los museos de León Trotsky y Frida Kahlo son imperdibles. Cerca de allí, el mercado de los sábados de San Ángel es un sitio ideal para perderse entre las artesanías.
Y la Ciudad regala mucho más: Xochimilco, Teotihuacan, el Estadio Azteca. Es una ciudad interminable. Y siempre quedarán más lugares para ver. Y por eso siempre habrá excusa para volver.
Fotos (de arriba a abajo)
1) Vista del Zócalo. Al fondo, la Catedral y el Palacio Nacional.
2) Una vista del Centro Histórico, desde el Templo Mayor.
3) El Ángel de la Independencia, en el Paseo de la Reforma.
4) La Pirámide del Sol, en Teotihuacan.
5) Mariana y yo en los canales de Xochimilco.
6) Mariachis en Xochimilco.
7) El Estadio Azteca. Al fondo, el arco en el que Diego nos dio la mayor felicidad que el fútbol es capaz de dar, levantando la mano hasta el cielo y gambeteando ingleses hasta el infinito, hace ya 21 años.