En el techo de un tren hacia las profundidades del Ecuador
Era muy temprano en la mañana. La estación de Riobamba, ciudad cuna de la nacionalidad ecuatoriana, desbordaba de gente, en su mayoría indígenas.
Entre ellos parecía yo un bicho raro, pero una larga estadía en aquel país me hacía sentir tácitamente uno de ellos. Comía sus mismos alimentos, entendía sus palabras y sus silencios y había aprendido a respetarlos y a estimarlos.
Poco rato después llegaban algunos contingentes turísticos. Mientras pensaba en todo lo que se perdían aquellos viajeros por no sumergirse sin filtros en la vasta cultura de aquella tierra, y optar por viajar en tours preconcebidos.
Mis reflexiones se vieron interrumpidas cuando una mujer sin edad con ropas de vivos colores, un bello sombrero negro y redondo y un niño amarrado a su espalda me indicaba que había llegado mi turno en la boletería.
Compré un pasaje a Alausí, en plena cordillera de Los Andes.
El tren iba a recorrer sitios recónditos de las montañas del Ecuador durante todo el día, y finalizaría su recorrido luego de atravesar el sobrecogedor paso andino llamado “Nariz del Diablo”, a más de 3.500 metros de altura.
Al igual que la mayoría de los viajeros, decidí viajar en el techo del tren, para apreciar mejor el paisaje.
Cuando el tren se puso en marcha, comenzó a discurrir como un gusano gigante entre altas montañas labradas hasta su cima por laboriosos campesinos indígenas.
Cada tanto atravesábamos algún pueblito, y los niños del lugar se acercaban a la vía para saludar a los ocasionales viajeros.
Los impresionantes paisajes, las descomunales quebradas, las nubes al alcance de la mano, se disfrutaban aún más acompañadas de la fría brisa, las artesanales bebidas alcohólicas fermentadas de algún cereal indefinido y los ricos bocadillos, todos ellos a base de plátano frito.
Cuando llegamos al pequeño poblado de Alausí, era noche cerrada. Había que regresar a Riobamba, pero ya no había bus.
Me acerqué a la carretera a hacer dedo, rogando que alguien me devuelva a Riobamba. El primer vehículo que pasó, frenó, en otro ejemplo más de la inigualable hospitalidad de un país fantástico. La familia que allí viajaba, incluida una hermosa niñita, no pararon de sonreírme durante el viaje, mientras me ofrecían comidas y bebidas como para alimentar a un batallón.
Nos despedimos con un apretón de manos, casi en silencio, con esa complicidad tácita tan intrínseca a los habitantes de las tierras altas.
Era de madrugada cuando me dejé llevar por las calles de Riobamba. La ciudad estaba casi desierta, y sólo me crucé con algunas mujeres indígenas, que preparaban sus frutas y verduras, ya que el día siguiente era día de mercado.
El amanecer me sorprendió saboreando unas bananas fritas con arroz y una cerveza más helada que las noches de Riobamba. Y cuando el sol reflejó sus madrugadores rayos sobre la cumbre nevada del Volcán Chimborazo, supe inmediatamente que había encontrado mi lugar en el mundo. Y además, que ya había abierto el mercado.
Fotos de arriba hacia abajo:
1) Los pueblos andinos del Ecuador usan a las nubes como sombreros.
2) En el techo del tren. El hombre de gris con una franja roja es el guarda.
3) Un imponente paisaje de Los Andes ecuatorianos. Abajo, en el valle, una solitaria casa.
4) Una indígena, perpleja, contempla el agua ante su casa, luego de una tormenta.
5) La estación de Guamote, a más de 3.000 metros de altitud. En los puestos venden deliciosos bocadillos de plátano frito y guacamole.